De pie, en el mercado, justo
al lado de la gente que almorzaba y con gesto casi angelical, un abuelito de
cabello cano y contextura delgada esperaba callado, relamiéndose los labios.
Sus ojos repasaban los platillos que la gente comía con prisa; las deliciosas
ensaladas y picadillos casi intactos que pasaban a la basura por exceso o
simplemente un paladar exigente.
Dinero iba y venía. Las
camareras de un lado al otro atentas al servicio de sus clientes y casi
molestas por la presencia del anciano que no dictaba palabra.
Yo, al igual que muchos otros, estaba allí,
sin percatarme la situación. Había
entrado con prisa y solo había percibido, que un par de personas persistían
allí, incluyendo al abuelito, pero nada más.
Esperaba con ansias mi
platillo porque era tarde y mi estómago empezaba a rugir. Observaba y escuchaba
las conversaciones de la gente que concluían en risas y alegría.
De pronto, justo a mi lado,
una señora que disfrutaba de un buen plato de comida exclamó:
-¿Tiene hambre, abuelo?
El señor asintió con la
cabeza. Era demasiado humilde para contestar.
La señora pidió otro plato
vacío y le dijo de nuevo:
¡Siéntate aquí, abuelo!
Tomó su plato de comida, lo
dividió en dos y el abuelo dando las gracias, se inclinó a comer.
Tenía tanta
hambre como jamás habían visto mis ojos. Aquella comida la devoraba
como si se tratase de un manjar jamás visto. Grandes boconadas que parecían
atragantarlo.
Yo no podía hablar, estaba
en shock. Tomé mi plato de tortillas que era lo que tenía intacto y se lo di.
Mi comida se volvió insípida y por alguna razón mi hambre desapareció. No podía dejar de mirarlo, deseando extender una mano y
darle un abrazo, pero era un extraño y podría asustarse, aunque, no más de lo
que yo estaba, preguntándome ¿Dónde estaría su familia? ¿Porqué estas injusticias en el mundo, cuando nos hacemos llamar buenos seres humanos?¿No tenemos ojos? ¿Estamos tan sordos? ¿O es que nuestro corazón es solo un pedazo de roca cubierta de escarcha?
Tomé de mi bolso el único
dinero que tenía, calculando me quedara para los pasajes de autobús, pero estaba
demasiado petrificada para hablarle. No quería interrumpir aquellos deliciosos
bocados que apaciguaban su hambre. No pude. No encontraba el momento por más
que lo intentaba y removía el dinero entre mi mano.
Creo que la situación me
había paralizado por completo.
El almuerzo había terminado
y mi compañera muy indiferente, exclamó:
-¡Vamos!
Mis pies se suspendieron
por inercia. Estaba pegada allí. El alma me pesaba demasiado.
Caminamos hasta la puerta y nos perdimos entre el bullicio de la gente, pero por
alguna razón, una parte de mi alma y de mis lágrimas se quedaron allí, con él, para siempre.